No se vende, pero fue comprado

El contenido de este blog no puede ni debe ser vendido, pero ha sido comprado.
El tiempo que uno dedica a las cosas o a las personas es lo que las vuelve valiosas. Cuando doy mi tiempo a algo estoy cediendo mi vida, la vida que transcurre en ese tiempo. El receptor termina teniendo algo mío. Esta es la clave para cumplir con el mandato de Levítico 19: 18: "Ama a tu prójimo como a ti mismo". Pero Jesús nos dio un nuevo mandamiento: Amar al prójimo más que a uno mismo, hasta dar la vida por él. (Juan 15: 12-13) Salvo para defender la integridad de algún integrante de la familia o de alguien muy amado, nuestro sacrificio no es beneficioso en la forma en que resulta el de Cristo. Perder la vida cruentamente en beneficio de otro no redime porque somos pecadores. Pero sí es posible dedicarle tanta atención a alguien que podamos afirmar que hemos dejado la vida en él o por él. No de manera cruenta o sacrificial, sino en cuanto a entrega y dedicación. Así como le dedicamos nuestra vida a Jehová, también es bueno darla por otro invirtiendo nuestro tiempo en él.
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miércoles, 26 de febrero de 2014

12 - Sí, pero no.




Yo: - Me conmovió mucho lo que me contaste al salir de la heladería. Es la primera vez que llegas tan profundo, me dejaste pasar a un lugar muy recóndito de tu corazón.

- Tengo la intención de llegar más hondo aún. Es cuestión de tiempo, de a poco me voy atreviendo. Lo describiste bien: es como desnudarse. Hay que vencer las culpas y los miedos. Una vez que lo haces, te sientes cómoda, libre. Ya no estoy con un extraño, porque te hice partícipe de mi vida, de mi ser interior, eres testigo de mi espíritu, de mi motor, de lo que me hace ser. Una verdadera comunión, que celebro.

- Lo bueno es que esto de saber quién eres es una tarea que no tiene fin. Toda una eternidad de amistad. La eternidad me asusta. Es muy grande. ¿Estaremos ahí? ¿Querremos continuar apoyándonos uno en el otro por tanto tiempo?
Hablo de eternidad y mañana mismo podrían ponerte en la falsa disyuntiva de tener que elegir entre Jehová o yo, como hicieron con Graciela.

- ¿Te arrepientes de haberla llevado a la congregación?

- Sí, pero no.

- ¿Cómo es eso?

- La llevé para que conozca la verdad y Dios la salve. De eso no puedo arrepentirme. Ahora sabe quién es Dios, cómo es, cuál es la verdad. Pero esa verdad no la ha hecho mejor persona ni la ha liberado, como tampoco ha sucedido con muchos hermanos y hermanas de esa congregación.
Cuando Lia me planteó la separación no sabía qué iba a pasar con el departamento que tenemos. Con el producto de la venta no me alcanzaría para comprar nada, excepto yendo muy lejos y a un lugar paupérrimo. Graciela se congregaba en otra religión de la cristiandad. En ese momento me dijo que no iba a dejar que durmiera en la calle, que me fuera a vivir con ella. Hasta había elegido el lugar en donde improvisar mi dormitorio.
Afortunadamente Lia no quiso vender el departamento y alquiló. Por ahora, ella puede. Pero si hubiésemos concretado mi estancia bajo el techo de Graciela, hace un tiempo que estaría durmiendo en la plaza o debajo de un puente. La hubieran obligado a echarme de su casa.
La amiga que yo tenía antes de llevarla a la congregación era mejor persona de la que es ahora. No la mejoraron, la hicieron peor. La llenaron de miedos, limitaron su amor.

- (Con una lágrima cayendo por su mejilla derecha) Es muy doloroso lo que dices. Me duele por Jehová, por los hermanos, por tu sufrimiento. Pero lo que más pena me causa es que es cierto lo que dices. Me has hecho ver una miseria muy grande en el pueblo al que pertenezco. Me causa dolor y me da vergüenza. No se puede matar el amor, no en nombre de Aquel que es amor. Los han ensuciado a los dos, mancharon su amor, convirtieron en pecado aquello que nunca fue una falta. Y mancharían el nuestro, si supieran quién soy. Soy testigo de lo que es tu relación con Graciela, porque yo misma he vivido un amor semejante contigo y no tengo nada de que arrepentirme. NADA.

- Te pondrían en una elección excluyente en la que, de antemano, se sabe quién va a perder: yo. Entre Jehová y yo no hay mucho que pensar…

- Pero no hay exclusión, la fabrican sin justificación. No hay incompatibilidad entre el amor que tengo por Jehová y sus normas y el que te tengo a ti, con todas mis acciones incluidas. Jamás hicimos nada digno de crítica.

- ¿Ni siquiera cuando separé la cintura de tu pantalón de tu cuerpo para preguntarte si tenías pitito?

- (Sonriendo, bajando la cabeza avergonzada, y luego mirándome a los ojos) Ni siquiera eso. Pese a la sorpresa, que después dio lugar a la ternura. Después, cuando te pude ver como un niño,  mi “niño señor mayor”. Te quiero, Carlos, te quiero bien, sin culpas.

- Disfruto cuando te veo a los ojos.

- No siempre me miraste tanto a los ojos. Es algo que resulta más frecuente ahora, y va en aumento. Me gusta. ¿Por qué te cuesta tanto mirar a los ojos?

- Es algo que tiene raíces muy profundas. Desde mi adolescencia. De niño tuve una infancia pacífica. Estaba sobreprotegido, pero, para entonces, no me daba cuenta ni me afectaba. Tenía mucha facilidad para el estudio y mi madre fomentaba que aprendiera todo lo que pudiera. Cuando estaba en la escuela primaria me compraba libros del secundario, de manera que estudié usando los libros que se suponía estaría en condiciones de leer cinco o seis años más tarde. Me llenaban de halagos, en la escuela, en mi casa. Cuando entré en el secundario, sus autoridades le pedían a mi padre que me hiciera rendir libre para adelantar mi carrera universitaria, “que me llevaba el colegio por delante”. Pero yo no era feliz.
Cuando entré en la adolescencia era un bicho raro, sin las habilidades acostumbradas de los demás chicos. A los ojos de mis pares era un tonto; ahora dirían un “nerd”: En mis días decían “traga”, de “traga-libros”.
Con los chicos y chicas de mi edad desentonaba. Me refugiaba en las conversaciones con los grandes, pero no era una persona mayor, de manera que tampoco estaba “en mi lugar”. En resumen: estaba solo, sin grupo de pertenencia.

Cuando sacaba una chica a bailar y ella me preguntaba qué iba a estudiar, en cuanto le respondía que pensaba ser físico-matemático huía horrorizada. Estaba más solo que Satanás en el día del amigo.

- (Sonriendo) Ocurrente.

- Satanás tiene cómplices, no amigos. No tiene amor y los que lo siguen tampoco. Pero, bueno, sigo con lo que te decía:
Un grupo de compañeros del secundario me adoptó. Ellos me adoptaron con el fin de ayudarme a ser más normal. Me enseñaron qué hablar, qué callar, cómo pararme, cómo vestir, qué corte de cabello usar. Cambiaron “la cáscara” y algunas cosas de mi interior. Me llevó casi todo el secundario llegar a ser “cuasi-normal”, o a fingirlo sin que se notara. Cuando entré en la universidad tenía un montón de “materias pendientes”. En lugar de dedicarme de lleno a mi carrera quería vivir. Necesitaba aprobación, calor, cariño.
Es cierto que tuve otros problemas que podrían servir de excusa para mi fracaso. No había cumplido veintiuno cuando murió mi padre repentinamente. Hacía poco que era bancario y mi sueldo no alcanzaba para pagar ni siquiera el alquiler de la vivienda. Tuvimos que abandonar nuestro domicilio para ir a vivir a una casa prestada por un tío.
Pero yo vi, en la universidad, a muchachos extranjeros que vivían en una pensión, trabajaban para pagarla y quitaban horas a su sueño para progresar en sus carreras. La verdadera razón de mi fracaso estuvo en que me dediqué a tratar de vivir las experiencias de adolescente cuando debía empezar a actuar como un adulto, un joven adulto. Fui una farsa. Me quedé a mitad de camino entre yo mismo y lo que me pedían que fuera. No fui ni una cosa, ni la otra.
Para terminar de arruinarla, me enamoré de Lia muy joven, cuando quería hacer otra cosa. Cosa que, además, no estaba en mi naturaleza. Lo que se dice “carne de diván” y de fracaso. No podía ser de otra manera.
Siempre tuve que “comprar” cariño y compañía. Nadie me aceptó como era. Tuve que estudiar y rendir examen para tener a alguien junto a mí.

- Conecto esto último con lo que me dijiste que esperabas de una mujer: que no te sometiera a exámenes.

- Sí, muy probablemente. Es casi seguro que es así.

- Pero las cosas de adolescentes las vemos ahora como un montón de pavadas.

- Un terapeuta me dijo una vez que sí, que eran un montón de pavadas, pero unas pavadas muy necesarias.

- Quizás. Yo no viví muchas porque me crié en la verdad. Entonces, ¿no miras porque te avergüenzas de ti mismo?

- Sí, más o menos. Siempre sufrí rechazos por ser como era. No fui fuerte y traté de cambiar para que alguien me quisiera. Cuanto más auténtico soy más me cuesta mirar porque espero el rechazo y es una experiencia que me duele, mostrarme como soy me trae promesas de nuevos dolores, bajo la vista porque espero el castigo, espero lo que me acostumbraron a recibir. Tengo la sensación de que soy aburrido, que la gente me soporta por educación, no por interés en mí. Por eso espero, o prefiero esperar, que la gente me busque. Si vienen es porque quieren.

- Por eso es que voy más a tu casa que tú a la mía. Ahora comprendo la asimetría.

- Sí, no solamente por eso. También porque en mi barrio nadie sabe quién eres; si yo fuera de visita a menudo a tu casa podría llevarte un problema. Sobre todo con la congregación.

- (Abrazándome en medio de la calle) ¡Te quiero, Carlos! ¡Te quiero como eres!
[….]
Ella, otra vez: - No, no te retires, no aflojes tus brazos.

-Es que estamos muy cerca de tu casa. Mientras conversábamos te fui llevando hacia tu casa y me seguiste.

- Estaba contigo, no importaba hacia dónde fuéramos. ¡Vamos, abrázame fuerte!

- ¿Conforme? Faltan unas pocas cuadras, ya casi llegamos.

- No tengo ganas de que me dejes sola en casa.

- Aunque todo nos es lícito, no todo nos es conveniente. Deja que sea así.
[…] Ya llegamos. Gracias por estar conmigo. Que Jehová te bendiga y proteja.

- Te quiero, Carlos. Que Dios te acompañe.

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