Ella: - Hace un tiempo que vengo relacionándome con tu amiga, la que a
veces llamás (llamas) “Princesita”. Es buena persona. Hemos charlado de mujer a
mujer muchas veces. Hace unos días estuvimos juntos los tres en su casa, ella
se fue a cambiar, se dio una conversación en la que se hizo necesario que ella
se acercara a mostrarme algo y vino en ropa interior estando vos presente.
¿Tuviste algo con ella?
Yo: - Tengo algo con ella. También tengo algo con vos (contigo). Pero
sí, te entiendo la pregunta, tuve algo con ella.
- Me estás asustando, ¿cometiste inmoralidad sexual con ella?
- En la vida hay blancos y negros, pero muchos más grises. Más allá de
lo que puedan decir aquellos que tengan la responsabilidad de juzgarme,
afortunadamente para mí, mi Juez definitivo es Dios.
- ¿Podrías explicarme más? Perdoname (perdóname), por la intimidad de
nuestro trato me creo con cierto derecho a preguntarte.
- No hay problema, a mí podés (puedes) preguntarme lo que quieras. Hace
un tiempo comencé a tratar con ella. Rápidamente la relación cobró una
intimidad muy profunda, confesando cosas que no son fáciles de contar a
cualquiera. Ella comenzó a decirme cosas muy hermosas, me deslumbraron su
dulzura y la ternura que manifestaba hacia mí. En poco tiempo estuvimos besándonos
y abrazándonos con hondos sentimientos y con ilusión.
Pero ella no conoce a Jehová y, naturalmente, quiso avanzar más allá de
los besos y caricias. Yo tampoco soy de espíritu y mi carne y la suya nos
llevaron a estar desnudos en la cama. Allí mi corazón estaba con ella, pero el
cuerpo no me acompañó. El amor por Jehová y su Hijo no me dejó concretar
nuestros anhelos. Ella quedó frustrada y sin comprender. Traté de explicarle y
ella comprendió a medias de qué se trataba. Lo describe como mis tabúes religiosos.
Asume que tuve un conflicto entre dos amores. Pero lo que me pasó a mí no es
una superstición; ella no lo entiende. Una vez llegó a decirme: “quedate
(quédate) con tu Dios”. Me dejó unos cinco días y volvió una noche a casa.
Entró, se puso a llorar y me dijo que no podía estar sin mí. Lo intentamos,
pero ella comenzó a dejar de besarme como al principio.
Seguimos viéndonos. Conversamos, vemos alguna película juntos, vamos de
compras, hago arreglos en su casa. A veces me invita a que duerma con ella
y hasta que le haga masajes. Ya no quiere besarme en la boca. Le propuse
matrimonio y me dijo que no.
- Tenés (tienes) razón, Carlos. Estás en una bruma gris. No te juzgo.
¿Qué sacas de todo esto?
- Hay cosas que uno sabe, pero que no comprende cabalmente hasta que
tiene alguna experiencia que corre definitivamente el velo. Yo sabía, por
ejemplo, que las prostitutas no besan para no enamorarse. Por Dios, yo no
comparo a mi amiga con una prostituta. Es la mujer de mi vida. Hay dos clases
de desnudeces: la desnudez de la piel y la desnudez del corazón. Una mujer te
puede dar la desnudez de su piel, pero la entrega no es total si no desnuda su
corazón, si no te entrega su ser. La llave para la desnudez del corazón y la
entrega del ser está en el beso. Es más importante el beso que una relación
erótica. Hay confesiones que se dan a un amigo, pero no se entrega el ser más
que a una sola persona; esa persona tiene más que los secretos de los
sentimientos de alguien, tiene a ese alguien consigo, si es posible, para
siempre. En una relación entre dos sexos nadie te entrega su ser, su rincón más
íntimo, si no te besa con ternura. Al principio hicimos eso. Ella llegó a
decirme que mis besos eran perfectos, que la besaba tal cual como ella deseaba
que la besara un hombre. Tuve la llave de su corazón y cerré la puerta.
Yo quería los dos amores: el amor por Dios y el que sentía por ella. No
son amores excluyentes, se puede amar a fondo a ambos seres. Pero ella sintió
que amaba más a Dios que a ella misma y algo se rompió en su interior. La
perdí, perdí a la mujer de mi vida.
Saqué algo más: aprendí lo que significa la
palabra “soledad”, en el sentido más absoluto del término. Quedé completamente
solo. Le pedí a Dios que no la perdiera, pero Él no podía ayudarme a que
pecara. Ella dejó de amarme y tampoco podía pedirle ayuda. Ahora comprendo, con
dolor, lo que significa soledad.
Adquiero sabiduría. Pero, por favor, preferiría ser menos sabio y más
feliz. De una vez por todas, ¡por piedad! La amo y la perdí.
- ¡Ay, Carlos! No llores, me hacés
(haces) sufrir. (Abrazándome) En esa zona gris en la que se mueven ambos
me conmueve que ella todavía te pida a veces que duerman juntos, que te dé
partes de su cuerpo para que la reconfortes. Me grada ese grado de confianza, como
mujer me enternece. Aún enamorado de ella, ¿te conformas con estar cerca y
tocarla con algún fin acotado, limitado, como darle masajes? Es hermoso.
- Es mejor que nada, que la ausencia total. A veces se me escapa una
mano hacia algún lugar ahora no permitido y ella me reta amablemente. Sí, es
hermoso. Hermoso y triste…