No se vende, pero fue comprado

El contenido de este blog no puede ni debe ser vendido, pero ha sido comprado.
El tiempo que uno dedica a las cosas o a las personas es lo que las vuelve valiosas. Cuando doy mi tiempo a algo estoy cediendo mi vida, la vida que transcurre en ese tiempo. El receptor termina teniendo algo mío. Esta es la clave para cumplir con el mandato de Levítico 19: 18: "Ama a tu prójimo como a ti mismo". Pero Jesús nos dio un nuevo mandamiento: Amar al prójimo más que a uno mismo, hasta dar la vida por él. (Juan 15: 12-13) Salvo para defender la integridad de algún integrante de la familia o de alguien muy amado, nuestro sacrificio no es beneficioso en la forma en que resulta el de Cristo. Perder la vida cruentamente en beneficio de otro no redime porque somos pecadores. Pero sí es posible dedicarle tanta atención a alguien que podamos afirmar que hemos dejado la vida en él o por él. No de manera cruenta o sacrificial, sino en cuanto a entrega y dedicación. Así como le dedicamos nuestra vida a Jehová, también es bueno darla por otro invirtiendo nuestro tiempo en él.
_____________________________________________

lunes, 10 de septiembre de 2007

Martita y 5º 1ª

Era en 1969, cuando estaba cursando el quinto año del Bachillerato en el Colegio Nacional Nº9, Gral. Justo José de Urquiza, en el barrio de Flores.

Durante el año vino una media docena de practicantes del profesorado a darnos clases. Eran chicas de unos veintidós o veintitrés años, todas monas y muy simpáticas. En ese entonces el Colegio era de varones, nuestra división -5º 1ª- constaba de 42 sobrevivientes. De a uno o por pares éramos bastante mansitos, pero los 42 juntos nos comportábamos como un cardumen de pirañas.

Las chicas nos daban clase de a dos o de a tres. Cuando la clase terminaba había una marea humana alrededor del escritorio con las profes en medio. Era cuestión de preguntar cualquier cosa. Como el mar, el flujo llegaba hasta un límite máximo que no se podía sobrepasar, algo muy sutil entre el deseo vehemente contenido y la transgresión irrespetuosa. Ellas se hacían muy bien las burras mientras el mar “llegara hasta la orilla que Dios le señaló” (De un bolero del Trío Los Panchos con Johnny Albino).

Pero en el grupo que entró al Colegio estaba Martita. Martita nos daba clase ella sola. Martita era hermosa, físicamente hermosa, pero más allá de lo físico también. Cuando Martita pasaba la puerta entraban el Sol, la alegría, la frescura, la falta de temor, la seguridad, la elegancia, la inteligencia sin altisonancias, la mirada franca y brillante, todo era natural en ella. Martita era una más de nosotros, pero, sin embargo, había una distancia que ella sabía disimular muy bien para que nos sintiéramos arrobados. Con Martita no había marea humana; de pronto, las pirañas dejaban de ser un cardumen para pasar a ser individuos encerrados en una pecera. Con Martita todos éramos caballeros y nos portábamos como se espera de ellos.

Martita era espontánea, libre y auto-protegida. Sí, la protegía su propia manera de ser. Martita era una visión, como un regalo del hada madrina, había que “andar de puntillas por no romper el hechizo”.

Mis amigos y yo teníamos por costumbre llegar unos cuarenta minutos antes de la hora de entrada y pasábamos ese tiempo tomando café en un bar cercano y charlando de nuestras cosas. Según los días éramos entre seis y ocho muchachos. A alguien se le ocurrió invitarla al bar ¡y ella dijo sí! Nunca vi en toda mi vida que otra mujer se sentara sola en una mesa llena de varones. Vino radiante y sencilla, como siempre; se sentó y fue una más con nosotros. Ya no puedo separar bien los recuerdos de los sueños, pero creo que vino más de una vez.

Una mañana, antes de que llegara el tiempo de entrada a clase de Martita, se paró un compañero y dijo: “El que le haga algo malo a Martita ¡muere!” Otras voces dijeron: ¡Sí, lo matamos! No hacía falta. Los cuarenta y dos estábamos enamorados de ella, jamás le haríamos la menor ofensa. Martita era un amor imposible para todos, pero ninguno sufría por ella; gozábamos con su presencia, nos bastaba con verla y escucharla, con hablar con ella. Cuarenta y dos muchachos diferentes enamorados de una única persona.

Un día se fue y no volvimos a verla más. Dejó “a taste of honey” en nuestras vidas.

Yo me enamoré, me casé, tuve hijos, pero Martita es un recuerdo imborrable en un rinconcito joven de mi corazón. No creo equivocarme si digo que, si todavía estamos los cuarenta y dos sobre este mundo, todos deben sentir algo parecido. Martita tuvo la suprema magia de aunar a un grupo muy heterogéneo de personas, algunas muy diferentes entre sí. Con ella todos fuimos uno, todos sentimos lo mismo y debemos conservar esa dulce nostalgia.

No hay comentarios: