Yo: - Me conmovió mucho lo que me
contaste al salir de la heladería. Es la primera vez que llegas tan profundo,
me dejaste pasar a un lugar muy recóndito de tu corazón.
- Tengo la intención de llegar
más hondo aún. Es cuestión de tiempo, de a poco me voy atreviendo. Lo
describiste bien: es como desnudarse. Hay que vencer las culpas y los miedos.
Una vez que lo haces, te sientes cómoda, libre. Ya no estoy con un extraño,
porque te hice partícipe de mi vida, de mi ser interior, eres testigo de mi espíritu,
de mi motor, de lo que me hace ser. Una verdadera comunión, que celebro.
- Lo bueno es que esto de saber
quién eres es una tarea que no tiene fin. Toda una eternidad de amistad. La
eternidad me asusta. Es muy grande. ¿Estaremos ahí? ¿Querremos continuar apoyándonos
uno en el otro por tanto tiempo?
Hablo de eternidad y mañana mismo
podrían ponerte en la falsa disyuntiva de tener que elegir entre Jehová o yo,
como hicieron con Graciela.
- ¿Te arrepientes de haberla
llevado a la congregación?
- Sí, pero no.
- ¿Cómo es eso?
- La llevé para que conozca la
verdad y Dios la salve. De eso no puedo arrepentirme. Ahora sabe quién es Dios,
cómo es, cuál es la verdad. Pero esa verdad no la ha hecho mejor persona ni la
ha liberado, como tampoco ha sucedido con muchos hermanos y hermanas de esa
congregación.
Cuando Lia me planteó la
separación no sabía qué iba a pasar con el departamento que tenemos. Con el
producto de la venta no me alcanzaría para comprar nada, excepto yendo muy
lejos y a un lugar paupérrimo. Graciela se congregaba en otra religión de la
cristiandad. En ese momento me dijo que no iba a dejar que durmiera en la
calle, que me fuera a vivir con ella. Hasta había elegido el lugar en donde
improvisar mi dormitorio.
Afortunadamente Lia no quiso
vender el departamento y alquiló. Por ahora, ella puede. Pero si hubiésemos
concretado mi estancia bajo el techo de Graciela, hace un tiempo que estaría
durmiendo en la plaza o debajo de un puente. La hubieran obligado a echarme de
su casa.
La amiga que yo tenía antes de
llevarla a la congregación era mejor persona de la que es ahora. No la
mejoraron, la hicieron peor. La llenaron de miedos, limitaron su amor.
- (Con una lágrima cayendo por su
mejilla derecha) Es muy doloroso lo que dices. Me duele por Jehová, por los
hermanos, por tu sufrimiento. Pero lo que más pena me causa es que es cierto lo
que dices. Me has hecho ver una miseria muy grande en el pueblo al que
pertenezco. Me causa dolor y me da vergüenza. No se puede matar el amor, no en
nombre de Aquel que es amor. Los han ensuciado a los dos, mancharon su amor,
convirtieron en pecado aquello que nunca fue una falta. Y mancharían el
nuestro, si supieran quién soy. Soy testigo de lo que es tu relación con
Graciela, porque yo misma he vivido un amor semejante contigo y no tengo nada
de que arrepentirme. NADA.
- Te pondrían en una elección
excluyente en la que, de antemano, se sabe quién va a perder: yo. Entre Jehová
y yo no hay mucho que pensar…
- Pero no hay exclusión, la
fabrican sin justificación. No hay incompatibilidad entre el amor que tengo por
Jehová y sus normas y el que te tengo a ti, con todas mis acciones incluidas.
Jamás hicimos nada digno de crítica.
- ¿Ni siquiera cuando separé la
cintura de tu pantalón de tu cuerpo para preguntarte si tenías pitito?
- (Sonriendo, bajando la cabeza
avergonzada, y luego mirándome a los ojos) Ni siquiera eso. Pese a la sorpresa,
que después dio lugar a la ternura. Después, cuando te pude ver como un
niño, mi “niño señor mayor”. Te quiero,
Carlos, te quiero bien, sin culpas.
- Disfruto cuando te veo a los
ojos.
- No siempre me miraste tanto a
los ojos. Es algo que resulta más frecuente ahora, y va en aumento. Me gusta.
¿Por qué te cuesta tanto mirar a los ojos?
- Es algo que tiene raíces muy
profundas. Desde mi adolescencia. De niño tuve una infancia pacífica. Estaba
sobreprotegido, pero, para entonces, no me daba cuenta ni me afectaba. Tenía
mucha facilidad para el estudio y mi madre fomentaba que aprendiera todo lo que
pudiera. Cuando estaba en la escuela primaria me compraba libros del
secundario, de manera que estudié usando los libros que se suponía estaría en
condiciones de leer cinco o seis años más tarde. Me llenaban de halagos, en la
escuela, en mi casa. Cuando entré en el secundario, sus autoridades le pedían a
mi padre que me hiciera rendir libre para adelantar mi carrera universitaria,
“que me llevaba el colegio por delante”. Pero yo no era feliz.
Cuando entré en la adolescencia
era un bicho raro, sin las habilidades acostumbradas de los demás chicos. A los
ojos de mis pares era un tonto; ahora dirían un “nerd”: En mis días decían
“traga”, de “traga-libros”.
Con los chicos y chicas de mi
edad desentonaba. Me refugiaba en las conversaciones con los grandes, pero no
era una persona mayor, de manera que tampoco estaba “en mi lugar”. En resumen:
estaba solo, sin grupo de pertenencia.
Cuando sacaba una chica a bailar
y ella me preguntaba qué iba a estudiar, en cuanto le respondía que pensaba ser
físico-matemático huía horrorizada. Estaba más solo que Satanás en el día del
amigo.
- (Sonriendo) Ocurrente.
- Satanás tiene cómplices, no
amigos. No tiene amor y los que lo siguen tampoco. Pero, bueno, sigo con lo que
te decía:
Un grupo de compañeros del
secundario me adoptó. Ellos me adoptaron con el fin de ayudarme a ser más normal.
Me enseñaron qué hablar, qué callar, cómo pararme, cómo vestir, qué corte de
cabello usar. Cambiaron “la cáscara” y algunas cosas de mi interior. Me llevó
casi todo el secundario llegar a ser “cuasi-normal”, o a fingirlo sin que se
notara. Cuando entré en la universidad tenía un montón de “materias
pendientes”. En lugar de dedicarme de lleno a mi carrera quería vivir.
Necesitaba aprobación, calor, cariño.
Es cierto que tuve otros
problemas que podrían servir de excusa para mi fracaso. No había cumplido veintiuno
cuando murió mi padre repentinamente. Hacía poco que era bancario y mi sueldo
no alcanzaba para pagar ni siquiera el alquiler de la vivienda. Tuvimos que
abandonar nuestro domicilio para ir a vivir a una casa prestada por un tío.
Pero yo vi, en la universidad, a
muchachos extranjeros que vivían en una pensión, trabajaban para pagarla y
quitaban horas a su sueño para progresar en sus carreras. La verdadera razón de
mi fracaso estuvo en que me dediqué a tratar de vivir las experiencias de
adolescente cuando debía empezar a actuar como un adulto, un joven adulto. Fui
una farsa. Me quedé a mitad de camino entre yo mismo y lo que me pedían que
fuera. No fui ni una cosa, ni la otra.
Para terminar de arruinarla, me
enamoré de Lia muy joven, cuando quería hacer otra cosa. Cosa que, además, no
estaba en mi naturaleza. Lo que se dice “carne de diván” y de fracaso. No podía
ser de otra manera.
Siempre tuve que “comprar” cariño
y compañía. Nadie me aceptó como era. Tuve que estudiar y rendir examen para
tener a alguien junto a mí.
- Conecto esto último con lo que
me dijiste que esperabas de una mujer: que no te sometiera a exámenes.
- Sí, muy probablemente. Es casi
seguro que es así.
- Pero las cosas de adolescentes
las vemos ahora como un montón de pavadas.
- Un terapeuta me dijo una vez
que sí, que eran un montón de pavadas, pero unas pavadas muy necesarias.
- Quizás. Yo no viví muchas
porque me crié en la verdad. Entonces, ¿no miras porque te avergüenzas de ti
mismo?
- Sí, más o menos. Siempre sufrí
rechazos por ser como era. No fui fuerte y traté de cambiar para que alguien me
quisiera. Cuanto más auténtico soy más me cuesta mirar porque espero el rechazo
y es una experiencia que me duele, mostrarme como soy me trae promesas de
nuevos dolores, bajo la vista porque espero el castigo, espero lo que me
acostumbraron a recibir. Tengo la sensación de que soy aburrido, que la gente
me soporta por educación, no por interés en mí. Por eso espero, o prefiero
esperar, que la gente me busque. Si vienen es porque quieren.
- Por eso es que voy más a tu
casa que tú a la mía. Ahora comprendo la asimetría.
- Sí, no solamente por eso.
También porque en mi barrio nadie sabe quién eres; si yo fuera de visita a
menudo a tu casa podría llevarte un problema. Sobre todo con la congregación.
- (Abrazándome en medio de la
calle) ¡Te quiero, Carlos! ¡Te quiero como eres!
[….]
Ella, otra vez: - No, no te
retires, no aflojes tus brazos.
-Es que estamos muy cerca de tu
casa. Mientras conversábamos te fui llevando hacia tu casa y me seguiste.
- Estaba contigo, no importaba
hacia dónde fuéramos. ¡Vamos, abrázame fuerte!
- ¿Conforme? Faltan unas pocas
cuadras, ya casi llegamos.
- No tengo ganas de que me dejes
sola en casa.
- Aunque todo nos es lícito, no
todo nos es conveniente. Deja que sea así.
[…] Ya llegamos. Gracias por
estar conmigo. Que Jehová te bendiga y proteja.
- Te quiero, Carlos. Que Dios te
acompañe.
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