Esta mañana hablaba con una mujer a quien amo. Ella es casada, pero mi amor es limpio. No estoy codiciando la mujer del prójimo; antes bien, mi deseo vehemente es por su bien y el de toda su familia.
En cierto momento surgió el tema del amor y ella me manifestó que el amor de pareja tiene algo de egoísmo, que el único amor no egoísta es el que se siente por los hijos. Tiene razón. Si confrontamos con la realidad, tiene razón. Pero no debería ser así. Esto es porque todos nosotros somos imperfectos. Erramos el blanco.
Es notable, en su misma afirmación hay algo que muestra nuestras propias miserias. Si somos capaces de no ser egoístas al amar a nuestros hijos ¿cuál sería la razón por la que no pudiéramos hacer eso mismo con otros? Especialmente con nuestra pareja, que es quien nos acompaña en la tarea de hacer crecer a nuestros hijos. Estos hijos no solamente deberían crecer bien en sí mismos, sino que sería deseable que transitaran un mundo mejor que el que nos tocó a nosotros. Toda mejora del mundo parte de nuestro cambio, de lo que nos esforcemos por progresar en lo que somos internamente y para los demás. Pero el ser humano vive esperando que mejore el otro. Así va el mundo...
Todo el daño que hacemos, cualquier falta que se nos pueda atribuir, parte del egoísmo y del orgullo que están en cada uno de nosotros. Cuanto menos tengamos de estos dos ingredientes mejor será nuestra vida y la de los demás. Quien pueda pensar antes en el que tiene en frente y ponerse en su lugar antes de hacer algo que lo involucre pondrá en práctica la esencia de todo código moral: ama a tu prójimo como a ti mismo (Levítico 19: 18). Porque el amor no obra mal a nadie y cualquier mandato en cuanto a nuestra conducta hacia los demás se reduce a esa esencia. Si pudiéramos comenzar dando sin esperar recibir nada, nuestro mundo sería uno sin cerraduras, ni policía, ni ejércitos. Caminaríamos entre hermanos y nuestros matrimonios serían realmente de dos que son una misma carne.
La injusticia del mundo revela un amor insuficiente.