Ella: - Sabes, tengo ganas de que
me aclares algo que dijiste hace tiempo.
Yo: - Sí, ¿de qué se trata?
-
Me dijiste que nosotras, las mujeres, somos especialistas en hacer
preguntas que nos hacen daño, no importa qué nos respondan. ¿Podrías
aclarármelo?
- Sí, supongo que sí. Funcionamos
de manera distinta. Es como si necesitaran una continua reafirmación, parece
inseguridad, pero no estoy seguro. La cosa es que son complejas en la forma de
ver las cosas, todo lo traducen a sentimientos y –lo que es peor- nos asignan
una complejidad que no tenemos; tienden a vernos –o a tratar de entendernos-
como si fuéramos mujeres. Los hombres somos más simples, casi diría niños, muy
lúdicos, sin vueltas. Antes de responder a eso de las preguntas femeninas, no
vendría mal un ejemplo de la diferente forma en como vemos las cosas de la
vida.
- Dale (Sigue), te escucho. Me interesa.
- Supongamos que la actividad
sexual de un matrimonio pasa por un período de baja actividad. Surge del varón
proponerle a su esposa que deberían cambiar algo, salir de la rutina. Él
sugiere que adopten algún papel cada uno; por ejemplo: que él es un indio y
ella una cautiva. Él la raptó y la posee por la fuerza. Ella accede y la cosa
sale bien. Ambos la pasaron muy bien. Pero un típico pensamiento femenino
sería: “Mira las cosas que tengo que hacer, parece que ya no me quiere como
antes”. En cambio, él diría: “¿La pasaste bien?” Ante el sí de su esposa (que
realmente la pasó bien, pese a sus pensamientos), probablemente le pregunte:
“¿Y el viernes de qué nos disfrazamos?” ¡Ella querrá que la trague la tierra!
En el caso nuestro –me refiero a
los cristianos- , hasta podría agravarse con otros pensamientos: “Estuvimos
jugando a la violación y a la fornicación; él hizo de salvaje pagano”. Pero si
hubiesen jugado a ser el matrimonio cristiano que volvía del Salón del Reino,
¿de qué rutina salían?
Un juego es eso: un juego. Por
supuesto, hay cosas que nunca haría, como, por ejemplo, hacer de blasfemo o de
paidófilo. Pero podría ser Tarzán… o un pirata…
- Con ese abdomen, no te veo de
Tarzán… pirata, podría ser.
- ¡Gracias, sos una amiga!
- ¡Ja, ja! ¿Soy tu enemiga por
decirte la verdad?
- No. Panza tengo, es cierto. Voy
“cuesta abajo en la rodada”, joven amiga. Ya te va a llegar. O quizás no, el
fin está cerca y no envejecerás. Yo también iré rejuveneciendo hasta quedar
como uno de treinta. Y no te voy a dar más bola por lo que me dijiste hoy.
- ¡Vengativo!
- Dejémoslo ahí. Respondo a tu
pregunta. Vos, mi amiga, me preguntás cuál fue la mejor relación sexual que
tuve con mi mujer. Yo te respondo que fue en el primer año y medio de casados,
un sábado al anochecer. Como esa, ninguna otra. La mejor. ¿Te afecta mi
respuesta?
- No, ¿en qué sentido?
- Si te produce alguna
inseguridad, o una preocupación. Si genera algún sentimiento desagradable, de
zozobra, algo que no te guste.
- No.
- Ahora ponte en lugar de mi
esposa. Eres mi esposa y me has hecho la misma pregunta. No importa cuál sea mi
respuesta, de cualquier forma te va a producir algún problema; es una pregunta
que no deberías haber hecho.
- Explícate. Además, sabes que no
tengo experiencia como pareja de nadie, ni siquiera como novia.
- Una mujer típica empezaría a
atormentarse con cuestiones como: “Hace treinta años que estamos casados y su
mejor relación fue en el primer año y medio. ¿Por qué no sintió nada parecido
después? ¿Ya no me quiso como antes?”. O cualquier otro embrollo perjudicial.
No hay nada de eso. Es todo muy
simple. Yo llegué a ella virgen y ella a mí. Sexualmente, quería hacer las
cosas bien. Mi interés era que ella gozara al máximo y no sufriera, sobre todo,
en su primera vez. Leí un libro que había en la biblioteca de mis padres. Se
llamaba “El Matrimonio Perfecto”, de un médico alemán. Hasta se hizo una
película basada en ese libro, que vimos con Lia cuando estábamos de novios, si
no recuerdo mal (No puedo precisar en qué año fue). Yo gozaba de las
relaciones, pero siempre estaba pendiente de aplicar todo lo que había
aprendido con el propósito de que ella la pasara lo mejor posible; lo mío era
secundario, solo después de verla satisfecha. Con tal carga mental, con ese
auto-encargo de hacer las cosas bien, no podía dejarme llevar por la situación,
abandonarme a mis sentimientos.
En ese día particular que
recuerdo, la relación fue precedida por una ingesta considerable de alcohol. No
estaba borracho, pero el alcohol desinhibe. Así, me olvidé de ella y me
abandoné a mis sentidos. En el momento fundamental era ella la que estaba en
mis brazos, lo sé. Fue maravilloso. Ella era todo: el universo, la vida, todo.
No había otra cosa. La apreté fuerte, ¡no me la saquen! ¡No te vayas! No quería
otra cosa, no había otra cosa más que eso que tenía en mis brazos. Nunca sentí
nada igual a esa vez. No quise volver a usar el alcohol para no ser egoísta,
prefería cuidar de ella. Fue maravilloso.
No tiene nada que ver con amar
más o menos. ¿Comprendes?
- ¡Qué tierno! No solo las
mujeres nos damos enteras. Parece que los hombres también. O, por lo menos, tú.
¡Qué poco nos comprendemos!
- Si no nos relacionamos y
conversamos. Si no nos conocemos. ¿Cómo vamos a comprendernos?
- No importa quién sea alguna vez
mi hombre, yo sé que esta amistad que vivimos juntos me va a ayudar mucho. Es
como haber ido a una escuela. Conocí el corazón de un hombre sin haberme
comprometido con él, sin haber ido a la cama. De verdad, es algo que agradezco
a Dios y a ti. Cuando ocurra que mi corazón me impulse a compartir una vida con
un hombre, voy a ir mejor preparada por haberme acercado a ti. Es como ocurre
con la Biblia, permite aprender sin tener que pagar por ello. He aprendido
contigo, y no tuve que pagar ningún precio doloroso. Tan solo he disfrutado de
una sana compañía. Fue y es un placer estar juntos.
- Suena a despedida, me asusta.
- No, por ahora no. Pero nunca se
sabe. Las cosas hay que decirlas cuando hay tiempo de hacerlo. Después puede
ser tarde. Ya lo dije, ya te lo dije, ya lo sabes. Si alguna vez nos separan,
bastará con una mirada…
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