¿Cómo aprende a cruzar la calle un ser humano?
Algunos
contestarán que, cuando el niño o la niña tienen unos cuatro o cinco años, el
padre o la madre toman su mano (“Dale la mano a papá, o a mamá”) y comienzan a
explicarle que hay que mirar para ambos lados de la calle, fijarse que no viene
ningún automóvil o que está lejos, que no es prudente correr y arriesgarse,
etc. Si respondieran esto, estarían equivocados. El aprendizaje comienza mucho
antes.
Cuando el
hijo todavía no sabe caminar, en muchas culturas se recurre a una estimulación
temprana, generalmente cantando una canción. En nuestra tierra es popular una
en la que el padre, o algún otro familiar cercano, levanta su mano y la hace
oscilar rotando la muñeca, a la vez que canta: “¡Qué linda manito que tengo yo!
/ Graciosa y chiquita / Que Dios me dio”.
El bebé mira,
observa, al principio inerte. Pero su sistema cognitivo es una esponja ávida
que absorbe todo lo que puede de su entorno. En algún momento reacciona, levanta
su mano y trata de responder al estímulo por imitación. Es la primera
referencia a la mano que aprende.
Más tarde, su
sistema nervioso llegó a un grado de madurez que le permite ensayar
traslaciones; hasta que aprende a caminar. Al principio causa gracia y mucha
ternura ver la torpeza de sus movimientos; hasta que el cerebro ajusta el
equilibrio fino. Parece un borrachito. Pero progresa rápido. Durante esta etapa
va adquiriendo un lenguaje, comprende más de lo que puede expresar y entiende
muchas cosas simples. Es cuando uno le pregunta: ¿dónde está tu mano? Y levanta
una. O bien, ¿dónde está tu nariz? Y la señala o la toma entre sus dedos. No
podría “darle la mano a papá” si no supiera dónde está su mano.
Pero, todavía
no cruza la calle ni siquiera de la mano; a menos que sea un lugar muy
tranquilo, de muy poco tránsito. Al principio uno no se arriesga a que tenga un
traspié justo cuando lo llevamos sobre la calzada. Por seguridad lo alzamos y
cruzamos la calle con el hijo en brazos. Aunque él o ella están aprendiendo,
pese a la pasividad.
Después,
cuando la seguridad de sus movimientos y su experiencia de vida resultan
suficientes, es cuando uno se atreve a explicarle lo que hacemos al llevarlo de
la mano, que es la respuesta errónea del principio. Generalmente esto ocurre
cuando comienza su educación primaria o muy poco antes. Posteriormente uno le
dice: “papá te mira, avísame cuándo vas a cruzar solo y yo te digo si está
bien”. Esto, es claro, en una calle de poco tránsito.
Así, de a
poco, va logrando independencia. Un día podrá cruzar sin supervisión a hacer
una compra y, no mucho después, la
avenida atestada de vehículos.
Es un proceso
gradual y lento. Jamás podríamos encerrar a nuestro hijo en una burbuja de
cristal tibia y confortable, llevarle la comida y toda la educación seglar que
le haga falta, sin que tenga ningún contacto con este peligroso mundo, y
esperar que, cuando cumpliera la mayoría de edad, saliera de la burbuja al
mundo sin que peligre su vida. Sería la mejor manera de asesinar a quien
pretendemos proteger. Uno no le explica a un aspirante a piloto cómo se
maneja un avión e inmediatamente le exige que haga alta acrobacia aérea.
Primero aprende a volar, acompañado, guiado. Luego vuela solo. Más tarde se le
enseña la acrobacia elemental para que pueda tener un mínimo de recursos ante
alguna emergencia con su avión. Y, solo después, si él quiere, (porque arriesga
innecesariamente su vida) está en condiciones de hacer “cosas grandes”.
Pero, ¿qué
tiene que ver todo esto con el título principal, con las palabras de Jesús en
el madero, como registra Mateo? (Mateo 27: 46)
Un juicio universal, que asienta
jurisprudencia eterna.
Hace algo más
de seis mil años que venimos viviendo y atestiguando en un juicio de
importancia universal. Satanás se rebeló contra Jehová con mucha inteligencia.
No planteó una cuestión de fuerza, de poder. No, puso en tela de juicio la
integridad y la generosidad de Dios mismo con sus creaciones. Sugirió que Dios
no daba todo lo que podía dar a sus criaturas. Más tarde, hasta se atrevió a
poner en duda la lealtad de los que aman a Dios diciendo que lo hacían por
interés y que lo maldecirían en su propia cara si les quitaba su favor. ¡Pobre
Job, le tocó bailar con la más fea! Pero, ¡qué bien bailó! ¡Cómo le cosió la
boca al Mentiroso! (Aunque el Mentiroso es obstinado y libró su boca más
tarde, para seguir acusando un tiempo
más)
De eso se
trata. De juicio, de testigos. Testigos de Jehová y testigos de Satanás. El
mundo muestra el resultado de la rebelión y los leales a Dios los frutos de
vivir de acuerdo a las normas divinas. El contraste es evidente. Los testigos
demuestran quién decía la verdad y quién fue el mentiroso asesino. Todos los
testigos, los que están con Dios y los que le ignoran o le desprecian. Nuestras
acciones fundamentan el juicio. Las acciones de toda la humanidad.
Los testigos deben dar testimonio
independiente.
Un testigo
comprado no sirve. Un muñeco de ventrílocuo, tampoco. Un testigo con validez
legal, para que el juez pueda basar su decisión judicial de acuerdo a derecho,
debe ser espontáneo y veraz. Quizás aporte una parte de la verdad. Quizás tenga
cierto punto de vista. Pero debe ser independiente y veraz. El testigo habla
por sí mismo, no sirve si otro habla a través de él.
En algún
momento, aunque Dios es un Padre que nos lleva de la mano, vamos a tener que cruzar la calle solos.
El testimonio
no es una demostración de fuerza o de habilidad. Es, más bien, una
manifestación de voluntad, de lo que hay en nuestro corazón.
Dios no nos
pide que hagamos cosas imposibles para un ser humano. Espera espontaneidad y Él
pone el resto, lo que no podemos hacer.
David no
salió contra Goliat porque Dios lo empujó. Un muchacho insignificante, sin
entrenamiento militar, sin armadura, salió con la furia y la decisión de un
león contra un gigante, cuando el rey y el ejército de Israel estaban inertes,
sin saber qué hacer. El corazón de David hizo que enfrentara con arrojo a quien
había ofendido y desafiado a su más grande Amor, Dios mismo, el Dios de David,
Jehová. ¿Potenció Dios la fuerza de la piedra? Probablemente. Pero el
testimonio no lo dio la piedra.
Cuando los
levitas que portaban el Arca debían cruzar el Jordán, crecido y torrentoso, era
humanamente imposible que llegaran a la otra orilla. Pero ellos tuvieron que
entrar sus pies en el agua para que Dios después abriera el paso sobre el lecho
seco. Dieron testimonio de fe inquebrantable a Jehová entrando en el río sin
saber qué iba a pasar. Una vez que atestiguaron, Dios les allanó su senda. Pero
empezaron a cruzar sin ayuda. Mostraron qué había en sus corazones. Dieron
testimonio a favor del Dios de Israel.
Así como a
Jesús le retiró Su espíritu cuando llegó el momento supremo, nosotros también
debemos esperar que en algún momento de la tribulación tengamos que valernos
solos, por nosotros mismos. A fin de cuentas, debemos dar el testimonio final,
y tiene que ser independiente y veraz.
¿Qué conclusión saco?
Sobreproteger al rebaño no es bueno; abandonarlo, tampoco.
¿Qué hacer?
Humildemente,
pienso que lo mismo que con un hijo. Primero de la mano, después viendo desde
atrás y, alguna vez, solo. Un poco de experiencia previa antes de la carrera final. Entrenamiento.
Vivir sin miedos, atreverse a caminar en las sendas de Jehová, pero sin esperar
que siempre sea el pastor quien elija el bocado de pasto que nos vamos a llevar
a la boca. Somos ovejas, pero Dios nos dio libre albedrío. Aprendamos a caminar
solos, pero con Jehová en el corazón, para que salvaguarde nuestros pasos.
Es preferible
tropezar ahora y aprender, que caer después en la tribulación, para siempre.
Alguna vez vamos a tener que caminar, cruzar o volar solos.
¿La fórmula?
Conocimiento, amor y equilibrio.
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