Tenía yo veintinueve, treinta años, cuando formé parte del equipo de auditores e inspectores de un importante banco nacional.
Entre los inspectores estaba Mario. Un excelente profesional que tenía lo que podría llamar un vicio, una compulsión o una manía: era un mujeriego incurable. Cuando Mario llegaba a una localidad, los escoceses, por las dudas, usaban pantalones. Tenía el don de absorber cantidades industriales de alcohol sin perder el buen gusto ni el equilibrio. Los muchachos de Auditoría lo habían apodado "el Pájaro Loco". Pocas veces un nombre ha sido tan bien puesto.
Mario era muy simpático, arrojado, seductor. De buenos modales y buen nivel cultural, económicamente desahogado, seguro, joven y apuesto, ganaba siempre.
Una noche, en una de las tantas poblaciones que visitábamos en el interior de nuestro país, asistió a un baile. En una mesa estaba sentada una joven mujer muy bella. Nadie la sacaba a bailar, lo que aquí llamamos "planchar"; planchaba ropa de manera inexplicable. ¿No veían los demás hombres qué linda mujer estaba a la mesa?
Por fin, cansado de hacerse preguntas, decidió ir directamente "al frente", sin rodeos. Valor le sobraba. Con el piloto automático y todos los giróscopos al ciento por ciento, fue hasta la mesa y la invitó a bailar. La joven dijo "no" de veinte maneras diferentes, pero Mario no era de los que se rendían; de manera que terminó saliendo a la pista con él. Bailaron. Conversaron, rieron.
Cuando la velada estaba por finalizar él le propuso dormir juntos. Ella hizo todo lo que pudo por que eso no llegara a suceder, pero Mario no aceptaba un "no" como respuesta. Si tuviera que describirlo de una manera algo jocosa, pero exacta, diría que Mario era un hombre que violaba a las mujeres con su consentimiento. Terminaron en un motel con la luz apagada.
Claro, yo no estuve ahí. Me lo contó Mario y le creí todo. No era de los que mentían, ni necesitaba mentir.
Cuando nos relató lo que había pasado hizo gala de su humor negro. Desde ya, nosotros no sabíamos nada. Hubo una vez una mujer hermosa a la que nadie miraba, que terminó bailando con nuestro jefe y se fue con él. Mario contó que todavía el alcohol lo estaba dominando cuando la tuvo desnuda en la cama. Fue entonces cuando quiso acariciarle las piernas y no encontró nada. "¡Baaaahh, igual tuve coito con ella! ¡Con el pedo (1) que tenía!"
Cuando volvió la calma. Ella lloró y le contó que había tenido un accidente y le amputaron ambas piernas. Su novio la dejó y nunca nadie le volvió a prestar atención. Ella le dio las gracias por haberla hecho sentir mujer otra vez. No volvieron a verse.
Mario estaba como un caballo desbocado riendo y expresando cosas con un humor negro que nos daba vergüenza ajena:
- "Yo decía: ¡qué bien baila esta mina! (2) ¡Claro, con las ortopédicas, yo la sostenía de la cintura y ella iba en el aire!"
- "¡No podés ser tan hijo de p..., Pájaro!"
Cuando daban ganas de matarlo, el Pájaro aflojó, tocó el freno, bajó un cambio y dijo, más calmo:
- "Sin quererlo, le hice un favor..."
Nadie pudo decir nada. El que calla otorga.
Nuestro jefe y compañero era casado. Cometió adulterio con esa mujer. Ella fornicó y fue partícipe de adulterio.
Si usted hubiera sido Dios, ¿cuál hubiera sido su juicio con ella? ¿La hubiera condenado? ¿Y él, qué juicio merecía?
¿Sabe una cosa? Apenas soy un hombre y no juzgo a nadie. ¡Gracias a Dios! Le doy gracias a Dios por no ser dios, ni juez de nadie. No sabría qué hacer.
(1) Pedo: en el Río de La Plata, borrachera.
(2) Mina: una mujer. Cuentan que en tiempos pasados, cuando había esclavos, traían personas de una tribu africana que se llamaba "Mina". Las mujeres tenían cuerpos esculturales. Los "señores" decían: "Mira la mina que tengo", pavoneándose con su nueva propiedad. En un principio el término se extendió a mujeres libres y blancas, pero que no eran ni la madre, ni la hermana, ni la esposa; tampoco una monja. Hoy, en el lunfardo local, casi todas las mujeres son "minas".
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