Fue la segunda hija del matrimonio entre José y Carmen Irene Georgette Lageat, una francesita de cabellos rubios y ojos celestes que se enamoró perdidamente del "Negro José".
La hermana mayor se llamaba Nelly René y la menor Sara Irene, que nació el 28 de noviembre de 1925 y es la única de las tres que sobrevive. Este inseparable trío de simpáticas revoltosas volvió "loca" a mi abuela, que decía que hubiera preferido nueve varones y no tres mujeres como las que tuvo. Las tres fueron criadas por mi abuela de una manera muy particular para la época -hay que pensar que ella provenía de Francia y que Europa siempre estuvo un paso adelante en cuanto a libertades- , ellas fueron las primeras que patinaron por las calles de la vieja Rosario, montaban en bicicletas e hicieron travesuras más esperables de varones que de mujeres. Por ejemplo, bajar a Sara Irene -alias "Pocha"- con una soga de colgar la ropa desde la baranda del primer piso de la casa en penumbras en una calurosa tarde de verano, cuando mi abuela dormía la siesta. Motivo: imitar a un episodio visto en el cine en el que un buzo con escafandra bajaba al fondo del mar a rescatar un tesoro. El lugar del barco hundido era la cocina y los tesoros latas de galletitas.
Mi abuela despertó cuando la subían con las latas y, al verse descubiertas, las hermanas soltaron a la flaquita que, del susto, salió corriendo y se escondió en la cocina. Mi abuela no entendía nada todavía y preguntó, pero ninguna dijo nada concreto, así que fue siguiendo una misteriosa soga que serpenteaba hasta la oscura cocina, para encontrar a su hija acurrucada con las latas en un rincón. El reto de Poseidón fue terrible, hasta que apareció Zeus (mi abuelo) a ver qué era ese alboroto. La sufrida madre contó lo que había terminado de descubrir y dejó al padre a cargo de la reprimenda, yéndose confiada otra vez a la cama. José, que era más niño que las tres juntas, hizo que las iba a retar severamente. Una vez que estuvo seguro que su esposa no estaba cerca les preguntó: - A ver, chicas, ¿qué era lo que estaban haciendo?
Las chicas le contaron todo con lujo de detalle, pero mi abuelo no estaba conforme o seguro de haber entendido completamente, de manera que les pidió que hicieran su juego una vez más. Las chicas bajaron a su hermana y la subieron luego con las latas como estaba planeado. El abuelo, entonces, dijo: -Bueno, chicas, no lo hagan más. Les dio un beso a cada una y se fue a dormir.
Cuando ya tuvieron edad como para ser responsables por sus actos, la madre les dijo: -Yo ya las eduqué y les enseñé lo que está bien y lo que está mal. Ahora depende de ustedes como se porten.
Mi madre tuvo instrucción secundaria, fue perito mercantil. Sabía taquigrafía y era dactilógrafa. En Rosario estudió piano, solfeo cantado, inglés, pintura y danzas clásicas, también era muy afecta a la lectura y había estudiado la sabiduría árabe y la filosofía hindú. A los dieciocho años le otorgaron una beca para el Colón, pero el padre no la dejó viajar a Buenos Aires. Conoció a la bailarina clásica Beatriz Ferrari, que sí pudo hacer carrera en el Colón y que veíamos por Canal 7 cuando era chico.
Ya mayor de edad, viajó hasta aquí y se instaló en una pensión, luego de lo cual llamó a su madre y hermanas, que abandonaron a mi abuelo por jugador y mujeriego (así perdió toda su fortuna, que era muy grande). Trabajó como cantante de jazz en una confitería céntrica llamada “New China”, bajo el nombre artístico de “Daisy Dixon”. Guardaba un pequeño recuadro con su foto y un escueto comentario que salió en la revista “Radiolandia”, que hablaba de una joven cantante en ascenso. Cuando mi papá la conoció y comenzaron a noviar, la llevó a trabajar con él a Santarelli, con lo que concluyó su carrera de cantante.
Cuando yo tenía diecinueve años, todos los viernes asistíamos con mis amigos a las sesiones en el Cine Teatro Arte para escuchar jazz en distintos estilos. Cuando iba la orquesta de Mariano Tito, solíamos volver a Flores con uno de los hermanos Granata, ambos trompetistas y que habían formado parte de la orquesta en la que cantaba mi mamá. Granata vivía en el mismo edificio que uno de mis compañeros de la secundaria, y que venía a menudo con nosotros a escuchar jazz.
Era muy femenina, coqueta, romántica y amante de los misterios. Conversábamos mucho, diariamente, acerca de los viajes por mar, luego de la vida en el espacio exterior y muchas cosas más. Con papá charlaba, pero especialmente los fines de semana, pues su trabajo no dejaba más tiempo que ese.
Ella fomentó mucho el que leyera de todo y a tierna edad. Ya en la escuela elemental o primaria leía los libros de texto de la secundaria o media y otras obras que ella me compraba o que me regalaban otras personas que me conocían. Papá estaba de acuerdo con que aprendiera mucho, pero le recriminaba siempre que me hiciera tan soñador y poco "positivista". Decía que iba a sufrir mucho en la vida si me hacía como ella.
No se equivocó mucho, pero no me arrepiento de ser como soy. Pese a todo lo padecido siento cierto orgullo de ser un aprendiz de Quijote y un "defensor de causas perdidas", como me bautizó el jefe de celadores del Colegio Nacional Justo José de Urquiza, de Flores. Lamento, sí, haber quedado a mitad de camino y no llevado más lejos mi sed de justicia y mis ideales o el espíritu de aventurero. Podría haber sido un Indiana Jones, pero me quedé en esta selva de cemento, donde el Grial y las pirámides perdidas bajo la vegetación no se encuentran más que cuando el Ángel Gris te hace soñar en sus rondas por Flores.
A la izquierda: su hermana Pocha disfrazada de aviador. Mi madre, a la derecha, disfrazada de hawaiana. La fotografía fue tomada por la hermana mayor el 3 de junio de 1944.
Con su perrita a los 20 años, en 1944.
Otra vez disfrazadas (Pocha y Carmen)
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