Suelo tener recuerdos bastante nítidos desde tierna infancia, alrededor de los tres años de edad.
Para esa edad, entre los tres y los cuatro años, mi padre iba a charlar un rato con sus amigos a un café los días sábados, por la tarde. Entre ellos estaba uno que ha quedado en mi memoria y que se llamaba Malier. Ignoro si el apellido está bien escrito y ya no hay nadie disponible para preguntarle. Así es la vida. O así es la muerte.
Malier era el amigo solterón de mi papá, porque era jugador compulsivo de las carreras de caballos, según nosotros "un burrero". Él nunca quiso formar una pareja estable para no arruinarle la vida. Por supuesto, esto último que estoy contando no es memoria de mis tres o cuatro años. Malier vino con nosotros a muchos pic-nics hasta que tuve nueve o diez años.
Cuando estábamos en el café ellos tomaban alcohol, supongo que algún vermut, "con ingredientes". Ingredientes en este caso significan cubitos de queso duro, aceitunas, galletitas de pescado, unos palitos de grasa fritos y muy salados, rodajas de salamín y otras agresiones agradables para el organismo. Los vasos eran angostos y altos, lo que llamamos un "trago largo".
Yo no me aburría con ellos, me sentía un "señor" más. Y, claro, una vez pedí tomar en un vaso largo como ellos. Mi papá habló con el mozo y le explicó que yo quería algo como lo que ellos tomaban, qué podía inventar. El mozo volvió con un trago largo que era jarabe de granadina con una pasa de uva, al que yo le agregaba soda, como los grandes a su vermut. Y el "señor" se sintió grande, uno más. Desde ese día siempre se repitió la rutina mientras mis mayores se reunieron en el café.
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