Hace unos
días que tuve un momento de comunicación profunda con una mujer apenas
conocida. Ella es psicóloga, es casada, tiene hijos, treinta y ocho años de
vida (uno más que mi hijo menor) y ojos claros, que vi por primera vez como
todos deberíamos hacerlo siempre unos con otros.
Yo estaba
trabajando en su casa y la comunicación empezó de su parte, cuando me dijo que
su suegra le había dicho que si algo tenía yo, era que transmitía paz. Me
sorprendió que su suegra dijera algo tan lindo de mí, porque ella conoce
algunos aspectos negativos de mi vida y nunca hubiera esperado una opinión tan
favorable de parte de esa mujer. Le expresé mi sorpresa por que su suegra
hubiera dicho eso de mí y fue ese retorno el que dio paso a una conversación
fuera de lo común.
Seguidamente
le dije que varias personas me habían dicho lo mismo, pero que, si bien yo era
pacífico, en mi interior era un volcán y que trataba por todos los medios de
que nunca hiciera erupción. Ella dio una respuesta muy acorde a sus estudios y
pasamos a otro tema: el amor, la soledad, la falta de comunicación. Yo le hablé
de El Principito, libro en el que la soledad y el aislamiento de los seres
humanos están simbolizados por los seres que viven solos, cada uno en un
asteroide diferente. Ella dijo que no sabía si existía el amor. Eso me conmovió
mucho, me dio ganas de hablar largo y tendido con ella del tema. Pero eso no
sucedió hasta hoy.
Pero sí
quedé pensando en esa paz que ven o sienten los demás en mí y que yo no estoy
tan seguro de tener.
Hay paces y
paces. Está, por ejemplo, la paz de los sepulcros. El asesino, el asceta, el
filántropo, el atormentado y cualquier otro personaje que se nos ocurra, todos
descansan en paz en sus tumbas. No es esa mi paz, yo estoy vivo.
En mi vida
he sufrido mucho, de una manera muy particular, muy mía. Yo tuve techo y
abrigo, alimentos y juguetes, educación, un buen hermano, amigos y amigas, esposa
e hijos que no me trajeron problemas y me dieron satisfacciones. Pero he
sufrido mucho. Ese sufrimiento crea tensiones que se acumulan –que afectan la
salud- y que pueden aflorar alguna vez como erupciona un volcán, cuando esas
tensiones vencen las fuerzas que las resisten y contienen.
Pero,
pensando, me di cuenta que el sufrimiento intenso o prolongado puede producir
un tipo especial de paz. Todos los seres humanos padecemos de dos defectos
fatales: orgullo y egoísmo. Todos los pecados se originan en estas dos fuentes.
Hay pecados que nos dañan solamente a nosotros mismos, pero otros afectan a los
demás. Cuando un sufrir se origina en una acción extraña, ajena, podríamos
decir que es un sufrimiento exógeno. Si es producto de un error propio, un
sufrimiento endógeno, al padecer las consecuencias de nuestras faltas. Todo se
paga, por acción o por omisión, nuestras acciones nos acarrean premios o
castigos, que casi nunca son divinos, sino que se desprenden “naturalmente” de
lo que hacemos o dejamos de hacer. Si doy un paso adelante al borde de un
precipicio, no es Dios que me castiga.
Cuando uno
sufre, lo primero que hace es padecer; reflexionar no es inmediato, viene
después. Esas emociones crean rencores, culpas, desprecios. Hacia uno mismo o
hacia otros, según sea el origen de lo que nos afecta. Si uno se queda con las
emociones y no las procesa, permanece en la falta de paz, en un estado de
guerra y de no perdón. Pero, cuando uno reflexiona y trata de comprender lo que
pasó, lo que hizo posible el error o la falta, la cosa cambia. La comprensión
conlleva un principio de perdón, cuando uno entiende las razones por las que hizo
algo, o por las que otra persona nos afectó, las emociones nefastas se aplacan,
hay, por lo menos, una mitad de perdón ganada. Esa distensión, esa tregua que
da la comprensión nos da la oportunidad de corregir nuestras faltas y de
acercarnos a dialogar con el ofensor, según sea el caso.
La persona
que ha sufrido mucho y que no quedó encerrada en las emociones dañinas; el que
sufre y medita cuando llega el momento, es un ser que está dispuesto a perdonar
y a acortar distancias. Una palabra
apacible puede transmutar a un enemigo en un amigo entrañable o, al menos, en
un vecino amigable. El que sufre mucho y comprende suele ser mejor persona que
el que tiene una vida más llevadera y no se detiene a adquirir sabiduría.
Porque cuando la guitarra suena jota, bailamos; cuando plañe, lloramos y
pensamos en lo que pasó y por qué. El que sufrió y no se guardó el odio tiene
más facilidad para usar empatía y hasta
para ser altruista, esto da una forma de paz.
Es una paz
que descansa en un sustrato de dolor y que puede guardar tensiones y rencores
no totalmente resueltos. No es una paz de resignación. Es una paz basada en el
conocimiento de nuestras propias miserias y de las ajenas y en la seguridad de
que el amor puede hasta hacer desaparecer el orgullo y el egoísmo que nos
arruinan a todos. En definitiva, es una paz basada en dos cosas: amor y verdad.
Si no
conocemos la verdad, no podemos ser libres, ni perdonar, ni corregir, ni vivir
en paz. Es más: si no conocemos la verdad, no podemos amar.