No se vende, pero fue comprado

El contenido de este blog no puede ni debe ser vendido, pero ha sido comprado.
El tiempo que uno dedica a las cosas o a las personas es lo que las vuelve valiosas. Cuando doy mi tiempo a algo estoy cediendo mi vida, la vida que transcurre en ese tiempo. El receptor termina teniendo algo mío. Esta es la clave para cumplir con el mandato de Levítico 19: 18: "Ama a tu prójimo como a ti mismo". Pero Jesús nos dio un nuevo mandamiento: Amar al prójimo más que a uno mismo, hasta dar la vida por él. (Juan 15: 12-13) Salvo para defender la integridad de algún integrante de la familia o de alguien muy amado, nuestro sacrificio no es beneficioso en la forma en que resulta el de Cristo. Perder la vida cruentamente en beneficio de otro no redime porque somos pecadores. Pero sí es posible dedicarle tanta atención a alguien que podamos afirmar que hemos dejado la vida en él o por él. No de manera cruenta o sacrificial, sino en cuanto a entrega y dedicación. Así como le dedicamos nuestra vida a Jehová, también es bueno darla por otro invirtiendo nuestro tiempo en él.
_____________________________________________

lunes, 24 de octubre de 2016

Unos ojos claros


Hace unos días que tuve un momento de comunicación profunda con una mujer apenas conocida. Ella es psicóloga, es casada, tiene hijos, treinta y ocho años de vida (uno más que mi hijo menor) y ojos claros, que vi por primera vez como todos deberíamos hacerlo siempre unos con otros.

Yo estaba trabajando en su casa y la comunicación empezó de su parte, cuando me dijo que su suegra le había dicho que si algo tenía yo, era que transmitía paz. Me sorprendió que su suegra dijera algo tan lindo de mí, porque ella conoce algunos aspectos negativos de mi vida y nunca hubiera esperado una opinión tan favorable de parte de esa mujer. Le expresé mi sorpresa por que su suegra hubiera dicho eso de mí y fue ese retorno el que dio paso a una conversación fuera de lo común.

Seguidamente le dije que varias personas me habían dicho lo mismo, pero que, si bien yo era pacífico, en mi interior era un volcán y que trataba por todos los medios de que nunca hiciera erupción. Ella dio una respuesta muy acorde a sus estudios y pasamos a otro tema: el amor, la soledad, la falta de comunicación. Yo le hablé de El Principito, libro en el que la soledad y el aislamiento de los seres humanos están simbolizados por los seres que viven solos, cada uno en un asteroide diferente. Ella dijo que no sabía si existía el amor. Eso me conmovió mucho, me dio ganas de hablar largo y tendido con ella del tema. Pero eso no sucedió hasta hoy.

Pero sí quedé pensando en esa paz que ven o sienten los demás en mí y que yo no estoy tan seguro de tener.

Hay paces y paces. Está, por ejemplo, la paz de los sepulcros. El asesino, el asceta, el filántropo, el atormentado y cualquier otro personaje que se nos ocurra, todos descansan en paz en sus tumbas. No es esa mi paz, yo estoy vivo.

En mi vida he sufrido mucho, de una manera muy particular, muy mía. Yo tuve techo y abrigo, alimentos y juguetes, educación, un buen hermano, amigos y amigas, esposa e hijos que no me trajeron problemas y me dieron satisfacciones. Pero he sufrido mucho. Ese sufrimiento crea tensiones que se acumulan –que afectan la salud- y que pueden aflorar alguna vez como erupciona un volcán, cuando esas tensiones vencen las fuerzas que las resisten y contienen.

Pero, pensando, me di cuenta que el sufrimiento intenso o prolongado puede producir un tipo especial de paz. Todos los seres humanos padecemos de dos defectos fatales: orgullo y egoísmo. Todos los pecados se originan en estas dos fuentes. Hay pecados que nos dañan solamente a nosotros mismos, pero otros afectan a los demás. Cuando un sufrir se origina en una acción extraña, ajena, podríamos decir que es un sufrimiento exógeno. Si es producto de un error propio, un sufrimiento endógeno, al padecer las consecuencias de nuestras faltas. Todo se paga, por acción o por omisión, nuestras acciones nos acarrean premios o castigos, que casi nunca son divinos, sino que se desprenden “naturalmente” de lo que hacemos o dejamos de hacer. Si doy un paso adelante al borde de un precipicio, no es Dios que me castiga.

Cuando uno sufre, lo primero que hace es padecer; reflexionar no es inmediato, viene después. Esas emociones crean rencores, culpas, desprecios. Hacia uno mismo o hacia otros, según sea el origen de lo que nos afecta. Si uno se queda con las emociones y no las procesa, permanece en la falta de paz, en un estado de guerra y de no perdón. Pero, cuando uno reflexiona y trata de comprender lo que pasó, lo que hizo posible el error o la falta, la cosa cambia. La comprensión conlleva un principio de perdón, cuando uno entiende las razones por las que hizo algo, o por las que otra persona nos afectó, las emociones nefastas se aplacan, hay, por lo menos, una mitad de perdón ganada. Esa distensión, esa tregua que da la comprensión nos da la oportunidad de corregir nuestras faltas y de acercarnos a dialogar con el ofensor, según sea el caso.

La persona que ha sufrido mucho y que no quedó encerrada en las emociones dañinas; el que sufre y medita cuando llega el momento, es un ser que está dispuesto a perdonar y a acortar distancias. Una  palabra apacible puede transmutar a un enemigo en un amigo entrañable o, al menos, en un vecino amigable. El que sufre mucho y comprende suele ser mejor persona que el que tiene una vida más llevadera y no se detiene a adquirir sabiduría. Porque cuando la guitarra suena jota, bailamos; cuando plañe, lloramos y pensamos en lo que pasó y por qué. El que sufrió y no se guardó el odio tiene más facilidad para usar empatía  y hasta para ser altruista, esto da una forma de paz.

Es una paz que descansa en un sustrato de dolor y que puede guardar tensiones y rencores no totalmente resueltos. No es una paz de resignación. Es una paz basada en el conocimiento de nuestras propias miserias y de las ajenas y en la seguridad de que el amor puede hasta hacer desaparecer el orgullo y el egoísmo que nos arruinan a todos. En definitiva, es una paz basada en dos cosas: amor y verdad.

Si no conocemos la verdad, no podemos ser libres, ni perdonar, ni corregir, ni vivir en paz. Es más: si no conocemos la verdad, no podemos amar.